Agro mexicano, bajo la lupa rumbo a la revisión del T-MEC en 2026: temporada, costos y sanidad tensan la relación comercial
La cuenta regresiva hacia la revisión del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) en 2026 empieza a reordenar prioridades en el comercio regional, y el sector agroalimentario mexicano aparece como uno de los frentes más sensibles. En Washington, organizaciones de productores y grupos empresariales han pedido que la evaluación del acuerdo sirva para establecer límites a importaciones estacionales provenientes de México, en particular de frutas y hortalizas que compiten directamente con cosechas de estados del sur y del oeste de Estados Unidos.
El tema quedó reflejado en un informe presentado al Congreso por el representante comercial estadounidense, Jamieson Greer, que retoma comentarios recibidos en consulta pública. Ahí se plantea que el “éxito” exportador del campo mexicano —apuntalado por su cercanía logística, una oferta extendida a lo largo del año y costos laborales menores— se ha convertido, para ciertos productores estadounidenses, en un problema de competitividad que mezcla traslapes de temporada, reglas sanitarias y tensiones regulatorias ambientales.
Uno de los casos más citados en las discusiones es el de los arándanos (mora azul). Productores estadounidenses señalan que las importaciones desde México crecieron con fuerza en la última década y que una parte relevante se concentra entre marzo y mayo, coincidiendo con la ventana comercial de estados como Georgia y Florida. En un mercado donde buena parte de la cosecha se vende como fruta fresca y depende de rotación rápida, el traslape estacional se traduce en presión a precios y mayor riesgo de pérdidas para agricultores que operan con estructuras de costos más altas.
En el fondo, el debate también se alimenta de la brecha laboral. En Estados Unidos, la agricultura intensiva en mano de obra suele apoyarse en el programa H-2A para trabajadores temporales, que implica salarios determinados por autoridad, además de costos asociados como transporte, vivienda y prestaciones. Del lado mexicano, los salarios en el campo son significativamente menores, aunque enfrentan otras presiones: informalidad, productividad heterogénea, retos de seguridad en regiones productoras y costos crecientes de energía, fertilizantes y logística. Para los productores estadounidenses, la combinación de esos factores inclina la balanza; para México, el diferencial de costos ha sido una palanca de competitividad, pero también un punto políticamente vulnerable en una negociación donde el empleo y el voto rural pesan.
La frambuesa reproduce un patrón similar, con quejas sobre diferencias de precio y saturación del mercado en momentos clave. Estos señalamientos ocurren en un contexto más amplio: la inflación de costos agrícolas en Norteamérica, el encarecimiento de insumos tras episodios de disrupción global y los impactos recurrentes del clima extremo. En México, además, la volatilidad hídrica y las sequías recientes han condicionado rendimientos en varias regiones, empujando inversiones en tecnificación de riego y aumentando la importancia de la gestión del agua como variable económica y de competitividad.
Otro producto que eleva la sensibilidad política es el aguacate. Productores de California han sostenido que el crecimiento de la producción mexicana y su dominio en el mercado estadounidense presionan precios y desplazan productores locales. México, por su parte, consolidó al aguacate como emblema exportador, con una cadena que genera divisas y empleo, pero que también enfrenta cuestionamientos por deforestación, trazabilidad, extorsión y seguridad en zonas de producción. La intersección entre comercio, medio ambiente y gobernanza local se ha vuelto un ángulo cada vez más relevante para compradores y autoridades.
La discusión sanitaria añade otra capa. En Estados Unidos se ha expresado preocupación por el esquema de inspección y por el número de intercepciones de plagas en ciertos periodos recientes, lo que refuerza el argumento de grupos que buscan endurecer controles o condicionar el acceso. Para México, el riesgo no es menor: un episodio sanitario puede traducirse en suspensiones temporales, costos de cumplimiento más altos y pérdida de reputación. Aun así, el país también tiene incentivos para elevar estándares: el mercado estadounidense sigue siendo el principal destino de exportaciones agroalimentarias y un canal clave de ingreso de dólares, especialmente en un entorno donde el crecimiento económico nacional se mantiene moderado y la demanda interna se ajusta al costo del crédito.
En paralelo, aparecen fricciones por regulaciones ambientales y por insumos agrícolas. En Washington se han criticado decisiones mexicanas que restringen o retrasan permisos de importación de ciertos agroquímicos, argumentando incertidumbre regulatoria y afectaciones a cadenas de suministro. México ha buscado fortalecer su agenda ambiental y de salud, aunque el reto es hacerlo con rutas regulatorias claras y soporte técnico que reduzca la posibilidad de controversias. En el T-MEC, el capítulo ambiental y los compromisos de cumplimiento han ganado peso político, lo que anticipa que las discusiones ya no se limitarán a aranceles, sino a estándares, trazabilidad y verificación.
Para México, el momento es estratégico. El sector agroalimentario ha sido uno de los motores exportadores más estables, en parte por la integración logística con Estados Unidos y por una demanda constante de alimentos. Sin embargo, la revisión de 2026 podría abrir la puerta a presiones para aplicar “salvaguardas estacionales”, mecanismos de administración del comercio o nuevas exigencias sanitarias. La respuesta probable del lado mexicano pasará por reforzar certificaciones, elevar controles fitosanitarios, mejorar transparencia en permisos y acelerar inversiones en productividad (tecnificación, cadena fría, almacenamiento y transporte), además de una agenda de seguridad en corredores agroexportadores.
Hacia adelante, el tablero se verá influido por tres variables: la política interna en Estados Unidos (donde el proteccionismo agrícola suele ser transversal), la capacidad de México para demostrar cumplimiento sanitario y ambiental con datos verificables, y la resiliencia del campo ante clima, agua y costos financieros. Si la integración regional busca consolidarse frente a la reconfiguración de cadenas globales (nearshoring), el agro será una prueba de estrés: el comercio puede seguir creciendo, pero con estándares más estrictos y una negociación más politizada.
En síntesis, el agro mexicano llega a la revisión del T-MEC con fortalezas exportadoras claras, pero también con puntos de fricción que pueden convertirse en condiciones de acceso más exigentes. La discusión sobre temporada, costos y sanidad anticipa una negociación donde la competitividad ya no se medirá solo en precio, sino en trazabilidad, cumplimiento regulatorio y capacidad institucional para sostener el comercio sin interrupciones.





