Vino mexicano: reconocimiento internacional, pero con presión fiscal y menor apoyo al campo
Los vinos mexicanos han ido ganando terreno en concursos internacionales y en cartas de restaurantes dentro y fuera del país, pero esa visibilidad convive con un entorno interno complejo: menos apoyos productivos, costos de energía más altos, financiamiento caro y una carga fiscal que, según el sector, limita el crecimiento del consumo y la inversión. El contraste se percibe con fuerza en regiones como el Valle de Guadalupe, donde el auge enoturístico no siempre se traduce en condiciones más competitivas para el viñedo.
La industria vitivinícola parte de una realidad estructural: en México, el vino nacional todavía representa una proporción minoritaria del consumo total —alrededor de tres de cada 10 botellas—, mientras que la mayor parte proviene de importaciones de países con larga tradición y gran escala productiva, como Francia, España y Chile. La competencia no solo es por marca o prestigio, sino por costos y reglas de mercado, en un contexto donde la Unión Europea mantiene esquemas de apoyo a su agricultura a través de la Política Agrícola Común (PAC), que incluyen incentivos a modernización, reconversión varietal, sostenibilidad y promoción en terceros países.
Especialistas del sector agroalimentario señalan que esos mecanismos europeos —además de la escala y rendimientos por hectárea superiores— permiten colocar producto en el exterior a precios difíciles de replicar para productores mexicanos. En Europa también pesan figuras organizativas más consolidadas, como cooperativas con poder de negociación, acceso a financiamiento y comercialización conjunta, que generan economías de escala. Incluso sin subsidios, el tamaño del viñedo europeo y su productividad juegan a favor de su competitividad, lo que vuelve más cuesta arriba la batalla para un productor mexicano que opera con menores volúmenes y altos costos unitarios.
Del lado mexicano, el giro de política pública en los últimos años redujo o eliminó programas dirigidos a cadenas agroindustriales específicas. Tras la desaparición de instrumentos como ASERCA y la Financiera Nacional de Desarrollo, el financiamiento se encareció y se volvió más escaso para proyectos que requieren inversión de largo plazo, como una plantación de vid y la infraestructura de bodega. En un entorno de tasas elevadas en México —resultado de una política monetaria restrictiva que se mantuvo para contener la inflación—, el crédito comercial puede resultar prohibitivo para expandir viñedos o modernizar procesos, en especial para pequeñas y medianas casas productoras.
El costo de la energía también ha sido un punto de fricción. Productores han advertido que los cambios en subsidios o apoyos asociados al bombeo de agua incrementaron el gasto operativo en zonas donde el estrés hídrico es una restricción creciente. En el norte del país, y particularmente en Baja California, el acceso a agua y electricidad se ha convertido en un factor decisivo para la viabilidad de largo plazo; esto ocurre mientras México enfrenta una agenda hídrica cada vez más urgente por sequías recurrentes, presión sobre acuíferos y mayores requerimientos regulatorios y comunitarios.
A ello se suma el componente fiscal. Representantes del sector han insistido en que el vino mexicano enfrenta un peso relevante de impuestos —por la combinación de IEPS, IVA y otros gravámenes y costos asociados a la formalidad—, lo que encarece el producto frente a importados que pueden llegar con precios bajos por escala, apoyos en origen y estrategias comerciales agresivas. La consecuencia económica, advierten, es un consumo interno que crece lentamente y dificulta construir volumen suficiente para invertir, reducir costos y ampliar distribución. México, en efecto, mantiene un consumo per cápita bajo en comparación con mercados maduros: alrededor de 1.5 litros por persona al año, una cifra que refleja tanto hábitos de consumo como niveles de ingreso, precios relativos y competencia con otras bebidas.
La discusión sobre “prácticas desleales” se ha intensificado alrededor de importaciones de vino europeo vendidas a precios muy por debajo del promedio, presuntamente asociadas a excedentes que no pueden comercializarse con ciertas denominaciones en su mercado de origen. Para productores mexicanos, el reto no es cerrar el mercado, sino asegurar condiciones parejas y vigilancia efectiva, en un país que al mismo tiempo busca mantener apertura comercial y diversidad de oferta para el consumidor. En la práctica, cualquier ajuste de política pública deberá equilibrar competencia, recaudación, salud pública (por la naturaleza alcohólica del producto) e impulso productivo.
Pese a las presiones, la vitivinicultura mexicana muestra señales de dinamismo. En 2024, etiquetas nacionales acumularon un mayor número de medallas en concursos internacionales, y el mapa productivo se amplía con regiones como Querétaro, Aguascalientes y Zacatecas, además de Baja California. Parte del avance se explica por la experimentación con variedades adaptadas a climas extremos, mejoras en enología y una apuesta por el “terroir” local, que ha llevado a perfiles distintivos. Esa diversidad, sin embargo, también tiene un costo: la falta de una política nacional de calidad y de reglas homogéneas sobre zonas, métodos o tipicidad limita la construcción de una identidad predecible para el consumidor, algo que sí han desarrollado regiones con denominaciones robustas en Europa.
En el frente comercial, la inclusión del sector en campañas de promoción como “Hecho en México” abre una ventana para mejorar exhibición en cadenas, plataformas de comercio electrónico y canales de distribución. No obstante, el efecto de estas estrategias dependerá de si se acompaña de condiciones productivas: financiamiento accesible, incentivos a tecnificación, manejo hídrico y un marco regulatorio que eleve estándares. En paralelo, la industria debe navegar el entorno macroeconómico nacional: crecimiento moderado, persistencia de costos logísticos y energéticos, y la oportunidad del nearshoring, que podría impulsar ingresos y consumo en ciertas regiones, aunque no necesariamente de forma homogénea.
En perspectiva, el vino mexicano enfrenta un dilema típico de varias agroindustrias nacionales: reconocimiento de nicho y potencial de valor agregado, pero cuellos de botella en escala, costos y financiamiento. Si el consumo interno no despega y si no se construyen instrumentos que aceleren productividad y certidumbre regulatoria, la industria podría mantenerse como un mercado de alta calidad pero limitado en volumen. Si, por el contrario, se combinan reglas claras, promoción efectiva y mejoras en competitividad del campo, el sector puede consolidarse como un eslabón relevante de economías regionales y del turismo, con mayor derrama y encadenamientos.
Observación final: el desempeño internacional del vino mexicano contrasta con las restricciones domésticas —impuestos, crédito caro, energía y falta de apoyos productivos— en un mercado donde el consumo sigue siendo bajo. Hacia adelante, la competitividad dependerá menos de premios y más de condiciones estructurales: productividad, certidumbre regulatoria, financiamiento y una estrategia que conecte el auge del enoturismo con la realidad del viñedo.





